Nicolás Poblete revisa algunos rasgos y obras de este género que resucita cada año
¿En qué consiste la literatura gótica? Esta es una pregunta que no ha
dejado de formularse, a lo largo de los siglos. Durante mucho tiempo se
consideraron obras como El castillo de Otranto, de Horace Walpole, publicado en 1764, o las novelas de la bestseller de finales del siglo XVIII, Ann Radcliffe (El italiano), como bastiones del género. También Melmoth el errabundo
(1820), que la maravillosa colección de editorial Siruela, “El ojo sin
párpado”, publicara en dos volúmenes en sus días de gloria (principios
de los noventa), forma parte de esta fundación. Esto, porque los tropos
que de ahí surgieron marcaron de modo definitivo un determinado espacio
“gótico”: heroínas en peligro, eventos sobrenaturales, edificios en
ruinas, climas y tiempos cargados de una atmósfera de tinieblas.
Sin embargo la recurrencia del gótico ha empezado a definirse de
acuerdo a un énfasis con respecto al pasado que vuelve, en su interés
por la transgresión, lo ruinoso, el miedo. El común denominador de la
ficción gótica (ya sea en su vertiente americana, escocesa, irlandesa,
australiana, canadiense) es su interés por la relación entre pasado y
presente, entre historia y geografía. Así, no es de extrañar que textos
actuales que se definen como góticos hagan sobresalir emociones como la
desfamiliarización, lo ominoso; cómo reaccionamos frente a lo abyecto,
el retorno de lo reprimido, el tabú, lo grotesco; cómo experimentamos lo
femenino, lo masculino, lo andrógino, y sus fluctuaciones a lo largo de
la historia.
La plasticidad con la que juega el género gótico ha permitido su
proliferación de un modo impresionante, a lo largo de los siglos. Ahí
tenemos una de las piedras angulares, El monje (1796), de M.G.
Lewis, transformada en película por el francés Dominik Moll el 2011, y
también encontramos vampiros desenterrados hace 300 años ahora
circulando en los pintorescos barrios de New Orleans, por mano de la
increíble Anne Rice. Pero para la mayoría de la gente ya son figuras que
forman parte de nuestro imaginario actual: adaptaciones, películas,
inspiraciones: El gótico sigue penando. Algunos de sus referentes siguen
y siguen ameritando nuevas revisiones, notablemente Frankenstein, Drácula, Cumbres Borrascosas. entre otros.
“Si todo el resto pereciera, y él permaneciera, yo aún continuaría siendo; y si todo el resto permaneciera, y él fuera aniquilado, el universo se transformaría en un poderoso extraño”. Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë.
Mary Shelley en Frankenstein. Vemos al monstruo (que no tiene nombre) clamar: “Maldito, maldito creador. ¿Por qué viví? ¿Por qué, en ese instante, no extinguí la chispa de existencia que tú tan desenfrenadamente me conferiste?”.
Bram Stoker en Dracula: “Otra vez… bienvenido a mi casa. Ven con total libertad. Y ándate a salvo; y deja algo de la felicidad que traes”.
Henry James y su nouvelle Otra vuelta de tuerca. Cuando la institutriz llega a la mansión, comenta: “era una casa grande, fea, antigua, pero conveniente; representaba otras características de un edificio aún más antiguo, medio reemplazado, medio utilizado, en el que tuve la sensación de estar casi tan perdida como un puñado de pasajeros en un enorme barco a la deriva”.
Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray: “Siempre estarás orgulloso de mí. Yo represento para ti todos los pecados que nunca tuviste el valor para cometer”.
En Rebecca, adaptada al cine por Alfred Hitchcock en 1940, Daphne du Maurier hace gala de su dominio atmosférico al describir, evocativamente, el comienzo de la novela: “Anoche soñé que volvía a Manderley. Me parecía que estaba de pie frente a la reja de hierro que lleva a la entrada, y por un momento no pude entrar, pues la vía estaba cerrada para mí”.
Foto: fotograma de Nosferatu (1922), F. W. Murnau
Fuente: http://www.revistaintemperie.cl